Rosa M. Rodríguez-Izquierdo, Universidad Pablo de Olavide
Cada día los estudiantes llegan al aula con resúmenes hechos por ChatGPT o ideas esbozadas por algún asistente virtual. Ante esta realidad, surge una pregunta incómoda: ¿qué sentido tiene que nos reunamos en el aula? El aula tradicional pierde sentido como lugar donde se repite lo que ya puede generar una máquina en segundos.
El desafío, entonces, es dejar de preguntarnos “qué voy a enseñar hoy” para pasar a plantearnos “qué vamos a construir juntos”. ¿Cómo lograrlo? Aquí van cuatro formas concretas de transformar el aula en un laboratorio donde se construye conocimiento.
El consultorio de hipótesis
Imaginemos que antes de clase pedimos a los estudiantes que usen inteligencia artificial (IA) para generar una tesis sobre el tema del día. La tarea no es simplemente aceptarla como válida, sino desafiarla.
El reto dialógico comienza en el aula. El tiempo de clase se dedica a que el alumnado comparta lo que la IA entrega y a evaluar sus interacciones con estas herramientas. Los estudiantes discuten sus resultados y evalúan juntos: ¿realmente fue útil esta tecnología? ¿Qué preguntas funcionaron mejor? ¿Cómo nos ayudó a corregir errores y a avanzar nuevas preguntas?
El docente invita al grupo a encontrar los puntos débiles del argumento, los contrargumentos más fuertes, las posibles falacias lógicas o los vacíos de información. Por ejemplo, si la IA generó una tesis que afirma: “El uso de la realidad virtual acelera la curva de aprendizaje de los estudiantes en un 30 % en todas las disciplinas”, la tarea del alumnado es cuestionar esa afirmación. ¿Qué evidencia se presenta para ese 30 %? ¿Aplica por igual a todas las asignaturas? ¿Y en todas las edades?
El trabajo en el aula se convierte en un diálogo sobre el sentido y los sesgos, usando una respuesta automática para ir más allá, poniéndola en cuestión y explorando fuentes alternativas.
Las sesiones se dividen en bloques de 20-30 minutos: primero comparten lo que trajeron de casa, luego en el aula comienza el desafío de trabajo en grupo, después critican y reconstruyen, y finalmente sintetizan aprendizajes.
El taller de falacias
El docente lanza una provocación sobre un tema polémico. Por ejemplo: “¿Debería legalizarse el cánnabis recreativo?”. Pide al alumnado que use IA para generar argumentos a favor y en contra. Pero aquí viene lo interesante: el trabajo en clase es analizar la lógica de esos argumentos y detectar errores lógicos.
Los estudiantes aprenden a detectar falacias ad hominem , apelaciones indebidas o falsas causalidades. Contrastan la voz artificial con su propio juicio crítico, construyen argumentos más éticos y sólidos basados en evidencia científica.
El aula deja de ser un espacio para recibir respuestas a interrogantes que el estudiante no se ha hecho, y pasa a ser un entorno para poner a prueba y formular las preguntas adecuadas.
La clase se convierte en un laboratorio retórico donde se entrena la lógica, la ética argumentativa y la capacidad no solo para analizar la forma en que se construyen los argumentos, sino también para desmontar persuasiones artificiales y discernir entre un argumento bien construido y una simple persuasión.
Veamos el caso de una clase de Derecho Digital. El docente plantea a la IA la pregunta: “¿Debería permitirse el uso de reconocimiento facial en espacios públicos para prevenir delitos?”. La IA responde a favor (“aumenta la seguridad y disuade el crimen”) y en contra (“invade la privacidad y fomenta la vigilancia masiva”).
El docente divide al clase en grupos pequeños: mientras que la mitad analiza los argumentos a favor y razona si la IA incurre en una generalización apresurada (asumiendo que más vigilancia siempre equivale a más seguridad), la otra mitad analiza si el argumento en contra comete una falsa dicotomía planteando que la única opción es la vigilancia total.
Posteriormente, reconstruyen de manera colaborativa ambos discursos, matizando los argumentos con conceptos teóricos clave como la necesidad de una regulación clara, la transparencia y la implementación de auditorías ciudadanas. De esta forma, el aula se convierte en un espacio para enriquecer el pensamiento crítico, usando la IA como un simple punto de partida.
La sala de simulación
La IA permite crear escenarios complejos en tiempo real, convirtiendo la clase en un espacio de experimentación colectiva.
Supongamos que el docente propone un caso de estudio real: una crisis económica, un dilema bioético, un conflicto político. En grupos pequeños, el alumnado interactúa con la IA para simular respuestas o desarrollar soluciones alternativas. Mientras tanto, el docente guía el diálogo con preguntas que profundizan en la complejidad de la escena: ¿cómo influye la cultura? ¿Qué riesgos éticos se están ignorando? ¿Qué dice la inteligencia artificial que no dice el contexto real?
Por ejemplo, en una clase de marketing, un grupo simula con IA el lanzamiento de un producto en un mercado emergente. ¿Qué pasa si el precio es bajo? ¿Y si hay competencia local? El reto es que el alumnado descubra que la IA ignora factores culturales cruciales, como los hábitos de compra, la composición del tejido empresarial o el significado cultural de determinados colores.
Físicamente, se elimina la disposición tradicional de filas mirando al frente y se reorganiza el aula en círculos pequeños de 4-6 personas. Idealmente, cada grupo comparte una pantalla para mostrar sus interacciones con la IA.
El laboratorio de creatividad
La IA es excelente generando ideas iniciales, pero el valor surge cuando esas ideas se depuran y evalúan colectivamente. En este escenario, pedimos a los estudiantes que obtengan varias propuestas creativas de la IA (por ejemplo, para una campaña de salud pública). En clase, deben presentar la mejor opción y justificar su elección.
Luego viene el reto: deben defender una idea que no eligieron, obligándolos a cambiar de perspectiva y abandonar su zona de confort. Este ejercicio refuerza habilidades que ninguna IA puede automatizar: empatía argumentativa, juicio colectivo y pensamiento lateral.
Por ejemplo, para una campaña sobre ahorro de agua, la IA genera cinco propuestas. Un estudiante elige la más creativa, pero luego debe defender la más práctica. El docente dirige la conversación, ofreciendo argumentos sobre la originalidad, la viabilidad o el impacto de cada propuesta.
Un aula que recupera su valor
En todos estos formatos, el trabajo con IA comienza antes de llegar al aula pero continúa en la clase, reservando ahora el tiempo para lo que tiene más valor: dialogar, defender ideas, cuestionar, crear juntos. El aula se convierte en un lugar donde los estudiantes no van a “saber”, sino a “aprender a querer saber”.
Así, el aula no solo sobrevive a la inteligencia artificial, sino que recupera su valor como espacio social de inteligencia colectiva. Un lugar donde se cruzan saberes, se disputan ideas y se entrenan capacidades profundamente humanas.
Esta revolución tecnológica nos recuerda algo fundamental: el conocimiento no se recibe, se construye. Y no se construye en soledad.
Rosa M. Rodríguez-Izquierdo, Catedrática en Educación en el Dpto. Educación y Psicología Social, Universidad Pablo de Olavide
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.